Querido lector:
¡Estoy de vuelta! Y sí, me gusta pensar que esperabas con ansias mi retorno. Regreso de la manera que más nos gusta a ambos: con relatos en primera persona, sin filtros y llenos de vida.
Esta y la siguiente edición son muy especiales para mí, pues voy a hablarte de mi lugar favorito en todo el hospital: el quirófano.
Como ya te conté en una edición anterior, mi corazón late por la cirugía general. Pero, no puedes leer esta edición sin antes pasarte por una de mis favoritas, en la cual te cuento mi proceso mental para llegar a amar la cirugía.
Anatomía de una vocación
Cuando tenía 6 años me di cuenta de mi propósito en la vida, en ese momento no era ni consciente de ello pero, ese preciso instante, cambió mi vida por completo.
Hoy tengo el placer de explicarte la primera vez que pisé un quirófano, una experiencia cuanto menos singular. A día de hoy he perdido la cuenta de las veces que he pisado un quirófano, pero si de algo no me he olvidado es de la primera vez que me puse el pijama verde y me dirigí al quirófano siete.
Empezaba las prácticas de bases de la cirugía en tercero de carrera y tenía asignado ir a quirófano a ver una colectomía total, dado que mi rotación era por el servicio de colon. No sé si el hecho de que fuese "planeado" hizo por mejorar mis nervios. Hablando con compañeros de clase, me di cuenta de que las experiencias eran de lo más variadas: desde cirujanos secos y distantes hasta residentes dispuestos a explicarlo todo con paciencia. Algunos incluso me contaron que se habían mareado o que llegaron a desmayarse. Con todo eso en mente, la imagen que tenía del quirófano era un auténtico caos.
Una vez en el pasillo que llevaba directo al quirófano, los nervios iban en aumento. Cuando por fin me planto delante de la puerta, imagínate la escena: yo, con el pijama verde que me quedaba enorme, mascarilla puesta, peucos naranjas y un gorro que me chafaba el pelo. Por no hablar de los nervios que llevaba por dentro. No estaba en mi momento más espléndido, lo reconozco.
Aun y así respiro hondo y entro. La primera persona que veo está sentada, concentrada en una pantalla. Me acerco y suelto mi mejor presentación: “Buenos días, soy Alex, estudiante de tercero y estoy rotando en cirugía general”. Ella me mira, dice un simple “Hola, vale” y vuelve a lo suyo. Minutos después me entero de que era nada menos que la cirujana que estaba ayudando en la operación.
Visto el entusiasmo con el que me recibió, decidí seguir el sabio consejo de un profesor: “Cuando vayáis al quirófano, lo mejor que podéis hacer es observar”. Y eso fue exactamente lo que hice.
Después de unos minutos dando vueltas por el quirófano, molestando a enfermeras, camilleros y auxiliares sin querer, apareció el cirujano principal. Para mi sorpresa, se tomó un momento para explicarme el caso y lo que iban a hacer durante las próximas seis horas.
Mi papel allí fue claro: mirar y aprender. No me pude lavar ni vestir para la cirugía, así que me tocó quedarme en una especie de zona neutral: lo bastante lejos para no estorbar ni tocar nada, pero lo bastante cerca para ver bien. Por suerte, era una cirugía por laparoscopia, lo que facilitaba mucho seguir el procedimiento, ya que todo se proyectaba en una pantalla enorme.
Antes de empezar la cirugía, se hace un checklist final: una revisión rápida del caso para asegurarse de que es el paciente correcto, el procedimiento correcto y todo el mundo está donde debe estar. Es un protocolo de seguridad, pero también un momento curioso, porque cada persona tiene que decir en voz alta quién es y qué hace allí.
Y sí, para mi sorpresa, a mí también me tocó. Con todos mirándome, solté como pude: “Alex, estudiante de tercero, rotando en el servicio de colon”. A día de hoy todavía no sé cómo me salieron las palabras.
La cirugía transcurrió sin grandes complicaciones. Por desgracia no me pude quedar hasta el final, pero lo que vi me bastó para quedarme fascinado con la dinámica del quirófano. La tranquilidad que se respira, cómo cada persona sabe perfectamente lo que tiene que hacer y como proyecta la confianza en un trabajo bien hecho.
Salí del quirófano con las ideas más claras. No toqué un bisturí, ni ayudé a cerrar, ni fui el protagonista de nada… pero me llevé mucho más de lo que esperaba.
Entendí que a veces aprender no es hacer, sino observar con atención. Estar ahí, en primera fila, viendo cómo trabajan personas que llevan años haciendo lo que tú sueñas, fue un regalo. Una mezcla de admiración, vértigo y motivación.
Y aunque entré temblando, salí con una certeza: quiero volver. Y la próxima vez, si puede ser, con un gorro que no me chafe tanto el pelo.
¿Te acuerdas de la primera vez que hiciste algo que habías soñado durante años?
PRÓXIMAMENTE…
Esta vez solo observé… en la próxima me dieron el bisturí.
Sí, mi primera participación real en una cirugía.
Te lo cuento en la siguiente edición. No te la pierdas.
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Gracias por compartir esta experiencia tan emocionante 😊