De estudiante a cirujano (por un día): así fue mi primera vez operando
Una bata, unos guantes y un momento que cambió mi forma de ver la medicina.
¿Recuerdas la primera vez que hiciste algo que te cambió para siempre? El olor al desinfectante, el sudor corriendo por mi espalda, la mirada de la cirujana. Lo recuerdo todo. Ese fue el día en que dejé de ser solo un estudiante. Y empecé a operar.
Empieza una nueva semana en mi vida, ya en cuarto de carrera, me lanzo al rotatorio por el servicio de Otorrinolaringología. No esperaba mucho de otorrino: narices, orejas y gargantas. Pan comido, ¿verdad? En menos de 72 h tenía las zapatillas llenas de sangre.
El primer día, tuve el privilegio de ejercer mi papel de "estudiante novato" cuando, bajo la atenta mirada del doctor, me tocó extraer una sonda nasogástrica. La técnica era tan sencilla como repulsiva: tirar sin miedo.
Al día siguiente, me asignaron a la consulta de postoperatorios: pacientes recién salidos de cirugías nasales que venían a que les retiraran las gasas y comprobar que todo iba según lo previsto.
Por si la sonda del día anterior no había sido suficiente bienvenida, el paciente que vino a continuación no me dejó indiferente.
Nunca olvidaré la cara de aquel paciente cuando le retiraron la gasa y, de repente, comenzó a sangrar como si hubieran abierto un grifo. Justo cuando creíamos tenerlo controlado, retiraron el tapón y el hombre, nervioso, tomó aire profundamente y... ¡ACHÚS! Un estornudo seco y violento que hizo que la sangre saliera disparada a chorro. El suelo se tiñó de rojo. La doctora me miró y por primera vez sentí el miedo real de no saber si podríamos controlarlo.
Treinta minutos. Treinta eternos minutos de compresión, adrenalina y miradas de preocupación entre la doctora y yo, hasta que finalmente conseguimos detener la hemorragia.
Al tercer día, pensé: nada puede ir a peor, solo podemos remontar. El universo pareció escucharme cuando me asignaron al quirófano del centro ambulatorio. Me dirigí hacia allí, donde me esperaba una cirujana increíblemente amable que iba explicándome cada detalle como si estuviera leyendo un libro especialmente diseñado para novatos como yo.
Después de asistir a dos operaciones de nariz, llegó la tercera intervención. Y entonces ocurrió. La cirujana se giró hacia mí y me lanzó una pregunta que hizo que el corazón se me detuviera en seco.
—¿Cuál es tu talla de guantes?
Yo, con la seguridad de quien lleva una semana de prácticas, respondí sin dudar.
—Una M —como si estuviera comprando en Zara.
La cirujana y la enfermera se miraron y soltaron una risita cómplice.
—Los guantes de quirófano van por números —me explicó la doctora con paciencia.
Acto seguido, tomó mi mano y la comparó con la suya. Tras unos segundos de análisis, se dirigió a la enfermera.
—Dos pares del siete y medio para Alex.
Yo aún estaba procesando la información cuando la cirujana añadió las palabras mágicas que lo cambiaron todo.
—Alex se lavará conmigo. Guantes y bata para él.
En ese preciso instante, como si un rayo me atravesara, lo entendí todo. No iba a ser un mero espectador. Iba a lavarme por primera vez para participar activamente en una cirugía. Estaba a punto de cruzar esa línea invisible que separa al observador del cirujano.
La cirugía era una reducción de cornetes: estructuras que, cuando crecen demasiado, dificultan la respiración. En teoría, bastaba con insertar un “pincho” en el cornete y, al pisar un pedal, cauterizarlo. Fácil, ¿no? Pues no tanto.
Con una mano sostenía la cámara y con la otra el cauterizador. Lo que nadie mencionó —o quizás yo estaba demasiado nervioso para procesar— era que la visión de la cámara estaba completamente invertida. Y claro, en ese caos invertido, mis primeros movimientos fueron un auténtico desastre.
Quizás no supe coordinar bien los movimientos. Quizás tardé más de lo previsto. Pero crucé la línea. Por fin entendí por qué estamos aquí. Por qué aguantar tantas horas de estudio, tantas prácticas, tantos días en los que uno duda de si vale para esto.
Y si me preguntas si quiero repetir… que vengan más guantes del siete y medio. Que vengan más cámaras invertidas, más pedales que pisar y más cornetes que reducir. Porque ahora sé que cada obstáculo, cada momento de confusión, cada error y acierto, son parte del camino. Un camino que, por fin, puedo ver con claridad.
Estoy listo. No solo para la próxima cirugía, sino para todo lo que esta profesión quiera lanzarme. Porque cuando encuentras tu propósito, hasta lo más difícil se vuelve llevadero.
Si por alguna razón te perdiste mi última newsletter (¡no te culpo, a todos nos desborda la bandeja de entrada!), te dejo el enlace justo aquí abajo para que puedas revivir conmigo esos momentos de nervios, asombro y, sí, también algo de pánico.
Si tienes dudas, sugerencias o simplemente te apetece compartir algo, responde a este correo. Me encantará leerte y ayudarte en lo que pueda.
Nos vemos en la próxima edición de Viviendo la Medicina.
Ser médico o cirujano creo que es de esas carreras que deben ser vocacionales, sin duda, por cómo lo vives, serás un gran profesional